La lectura de trabajos tan interesantes como los que firman, el carmonense Felipe del Pino Alcaide en su CARMONA Y EL UNIVERSO, o el mairenero José Manuel Navarro Domínguez en cualquiera de su prolífica bibliografía alcoreña, nos confirman que hasta en bandolerismo, los carmonenses podemos sentirnos orgullosos de rancio abolengo. Así que, si les suena mucho lo de la banda del Ojitos, vulgo los Siete Niños de Ecija, como partida de malhechores que traían por la calle de la amargura o, mejor dicho, por caminos de amargura a toda la comarca, la banda de los Carmonenses, no le fue a la zaga en materia delictiva.
Claro está que hablamos de un período histórico muy concreto; a principios del XIX, cuando la diligencia de Carmona pasaba por la vega, caminito de Sevilla… a la vez que… Por los Alcores del Viso bajaban siete bandoleros. Claro queda pues el contexto del que escribimos, aunque los bandoleros sigan por los Alcores, desde Córdoba al Corbones, pasando por el desierto de la Monclova, y así en todo este próximo universo que, a caballo, resulta alucinante, y en cuatro por cuatro, desesperante.
El Puertas, Juan Granja, Ruiz, Burraco o Gregorio Gonzalez, entre otros, formaban esta banda de bandoleros denominada los Carmonenses. Si la del Ojitos, puede lucir biografías tan reales y aventureras, como la del Fraile o el Tragabuches, despliego con entelequia la que sigue para no quedar diezmados en competencia:
Mascahabas, era su apodo, aunque en el barrio de la Judería nadie lo identificaba como José Rendueles, como así consta en el libro parroquial. Gañán de bueyes, desde que echó los primeros dientes, tenía -además de limpiar con aquellos, las habas con suma destreza y velocidad- la facultad de camuflarse cual camaleón.
De hecho, por carnestolendas consiguió honores y beneplácitos múltiples en el burdel de la Pintá, meretriz que utilizaba al mozo como fauno multidisciplinar, ora de oveja, ora de carnero, ora de asno… Y todo, con cuatro trapos y dos tiznados, aunque la virtud más comentada entre la variopinta clientela era la magnitud de su verga. A tal publicidad llegaron ambas facultades que más de una vez fue requerido para confortar a damas de buen porte y mejor postín. Así, disfrazado, unas veces de lavandera, otras de talabartera y las más de sanadora, un día dio con sus huesos en un cenobio donde más de un monje disfrutaba de manera clandestina de los encantos que Eva perdió en el paraíso.
Mascahabas, disfrazado de demonio, tal y como había sido requerido para el festín, se vio de buenas a primeras entre hogueras y cánticos infernales. Empujado hacia una estancia próxima -donde un siniestro candil pestañeaba junto a la pared- sintió por detrás una mano que se deslizaba por la entrepierna. Angustiado por el escenario fantasmal, se volvió sobre sí mismo. Un rostro de aspecto cadavérico y descolgado de la
capucha del hábito, sonreía con dudosas intenciones. Sin pensarlo dos veces, el doble de Satanás, echó mano a la navaja, y tras sentir una fuerte presión en las posaderas, lanzó un certero golpe a lo primero que encontró. El alarido fue tal, que no reparó en detalles, y entre tiros corrió como alma que lleva al diablo.
La última vez que se le vio a Mascahabas fue, saliendo despavorido por la Puerta de la Sedía. Dicen que, por temor a la Santa Inquisición, no volvió ni por San Blas, como las cigüeñas. No obstante, conocemos por transmisión oral que en su huida se encontró con la cuadrilla de los Carmonenses por la vereda de Rejaplata, a los que se unió y sirvió en numerosas incursiones camuflado de cualquier guisa. La mayoría de los integrantes de la banda cayeron bajo la acción militar del regimiento de los cazadores de Numancia, acuartelado en Carmona. De Mascahabas nunca se tuvo noticias de su paradero.
Antes de 1820 no quedaba ningún miembro de las bandas mencionadas. Pasar por el patíbulo, ajusticiado a garrote vil, descuartizados y esparcidos sus restos por los caminos tiene poco de romanticismo. Felipe del Pino narra Historia; el autor del Matacán recrea un personaje.
Hombre ¡ La historia no era tan romántica como cuenta usted o Felipe del Pino. Simplemente era cuestión de miseria. Es verdad "que el campo de acción" era complicado a la hora de esconderse, la vega no permite muchos escondrijos y por tanto las "acciones" debieron de ser muy rápidas y "dispersión". Hasta principios del siglo XX hubo grupos de asaltadores de diligencias pero "lamentablemente" nunca asaltaron un ferrocarril como en el oeste... bancos tampoco. Los bandoleros suenan mas a heroicidad que a criminalidad. Cuando esa gente aún seguía asaltando caminos, finales del XIX aquí ya había gente haciendo huelgas reclamando mejorar un mísero salario. Mucho se cuidaban de no dañar al señorito.
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